domingo, 7 de septiembre de 2008

Un día en la playa


Como siempre, se levantó tarde. Miró por la ventana. ¡Cachis! Otra vez el jubilado agonioso le habrá quitado su parcelita de playa. Desayunó, pegó cuatro gritos a sus hijos para que se levantasen y empezó el ritual de la crema protectora (antes bronceadora). El sudor hacía que la crema resbalara más rápidamente por su cuerpo, creando una capa de olor impredecible.
Tras cargarse con la tumbona, la sombrilla y la bolsa con diversas pertenencias, entre las que destacaba un voluminoso libro (el más gordo que había visto en la librería)bajó la cuesta sudoroso. Al llegar a la playa oteó la línea costera en busca de un hueco. Tenía la sensación de que un millón de miradas hostiles se dirigían a él, diciéndole "ni se te ocurra ocupar mi parte de playa". Por fin, se armó de valor y plantó la sombrilla como un conquistador en tierra de nadie. Aguantó las miradas impertinentes de sus vecinos y se sentó en la tumbona. Mientras sus hijos jugaban en la arena y se bañaban sin solución de continuidad, se dispuso a leer. Conforme leía las primeras líneas, el sopor se apoderó de él. Cuando despertó su piel había tomado el color rosado intenso de todos los años. ¡Ya se había quemado otra vez!
Tras abrirse paso entre las "topleseras" que hacían como que caminaban por la orilla pero que, en realidad, estaban exhibiendo su última operación mamaria, y ser salpicado por los niñatos que jugaban a ver quién tenía menos cerebro, se sumergió en el agua. Se quedó un rato flotando, dejándose llevar y cerrando los ojos... imaginando que estaba solo y que, por unos momentos, había regresado a su niñez.

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